La historia del arte mexicano está marcada por figuras que desafiaron su tiempo. Entre ellos, uno de los nombres más enigmáticos y trágicos es el de Abraham Ángel Card Valdés, un joven pintor que, con apenas 19 años, dejó una huella imborrable en la pintura nacional.
Nacido en El Oro, Estado de México, en 1905, Abraham Ángel fue hijo de un migrante suizo y una madre duranguense. Su infancia, marcada por la severidad religiosa de su familia y por la ausencia paterna, encontró pronto en el arte un espacio de expresión y resistencia. Su mudanza a la Ciudad de México significó el comienzo de una corta pero intensa trayectoria artística.
Estudió en la Escuela al Aire Libre de Coyoacán, donde fue discípulo —y brevemente amante— de Manuel Rodríguez Lozano, un vínculo emocional y creativo que marcó profundamente su obra. La ruptura con Rodríguez Lozano lo sumió en una crisis personal que muchos consideran el inicio de su caída.
Su producción plástica es escasa, pero poderosa. Apenas alrededor de una veintena de obras —entre ellas La Espina, Autorretrato con sombrero y Retrato de hermana— bastan para situarlo como un nombre clave en el tránsito del muralismo hacia una modernidad más íntima, más lírica. Su estilo, con influencias del postimpresionismo y el simbolismo, destaca por el uso de colores terrosos, figuras hieráticas y un ambiente onírico, casi místico.
El 27 de octubre de 1924, Abraham Ángel murió por una sobredosis de cocaína. Tenía solo 19 años. Las versiones sobre su muerte van de lo accidental a lo suicida, pero lo cierto es que con él se extinguió una de las promesas más brillantes del arte mexicano.
Hoy, su obra forma parte de colecciones privadas y de acervos como el del Museo de Arte Moderno. En los círculos especializados, se le considera un pionero queer en el arte nacional, un joven que, en un México posrevolucionario aún conservador, vivió —y pintó— con absoluta libertad.
Abraham Ángel no tuvo tiempo de madurar. Pero quizá en eso radica la fuerza de su legado: en la energía cruda, la belleza prematura y el dolor que resuena en cada trazo. Como un cometa, apareció, iluminó y desapareció demasiado pronto.